Sin competencia

Por el vetusto y desolado cementerio de la pequeña localidad de Nea, una triste comitiva fúnebre avanza. Las copas de los altos álamos que bordean el camino se agitan mecidas por el viento que se ha despertado esa misma mañana, y el nublado cielo presagia una tormenta a lo largo de ese día. Ni un pequeño rayo de sol consigue atravesar la muralla de nubes negras.

En completo silencio, y a paso lento, cuatro hombres demacrados portaban sobre sus hombros un pequeño féretro blanco con algunos  detalles dorados. A juzgar por sus encorvadas espaldas, parecía que cargaban mucho más que su peso. Sobre su superficie, un ángel con las alas extendidas parecía abrazar al pequeño ataúd, como si quisiera proteger al bebé que yacía dentro.

La mayoría del pueblo ha asistido, no han querido dejar sola a la familia que tanto aprecian en unas circunstancias tan dolorosas, por lo que el camino se asemeja a una marea negra de rostros entristecidos.

Encabezando la comitiva, una bella mujer destrozada apoya sus temblorosas manos sobre su prominente vientre mientras las lágrimas surcan su pálido rostro del que parece que la sangre ha huido.  Sosteniéndola, en uno de sus lados, le acompaña una mujer más madura con el rostro demacrado y dolido. Arropándola por el otro lado, también vestido de negro, un hombre jóven y elegante la sostiene del brazo con una mano, mientras que en la otra mano lleva agarrada a una sollozante y dulce pequeña de unos seis años. La niña, con bellos bucles rubios y grandes ojos azules totalmente anegados de lágrimas, vestía con un abriguito rosa palo a juego con sus zapatos que resaltaba entre el mar de ropas oscuras de la comitiva.

— De verdad que parece que una maldición se cierne sobre la familia Dubín —murmura una anciana al oído de su compañera de camino mientras la comitiva avanza—. Dos niños perdidos en trágicas circunstancias con apenas dos años de diferencia. ¡Qué tragedia y qué dolor! –concluye.

— Pobre Marga. Y mira a Miguel y Miren, están destrozados, no sé cómo esa familia puede siquiera soportarlo —contesta su compañera, mientras la comitiva se detiene frente a un agujero excavado en el suelo, depositando el pequeño ataúd en un soporte. A su lado, otra pequeña lápida: Maya Dubín, te fuiste sin apenas conocer la vida. Ahora tendremos un pequeño ángel en el cielo, reza el epitafio escrito sobre la lápida.

Tras un corto responso, y ante las miradas angustiadas de la mayoría de los presentes, el ataúd es izado para después comenzar a descender  sobre el agujero excavado en la tierra sujeto por unas cuerdas.

Apenas han conseguido descenderlo unos centímetros, cuando de pronto, de la primera fila, una desesperada niña con rizos corre y se lanza sobre el pequeño ataúd.

— ¡Milooo! ¡Miloo! —se la escucha exclamar entre lamentos y grandes lágrimas, mientras abarca con sus brazos todo lo que puede del féretro, impidiendo que éste continúe su descenso.

Los hombres detienen su tarea mientras con el rostro demudado la contemplan impotentes, sin atreverse a separarla del pequeño féretro que con tanto ahínco abarca con sus brazos, hasta que la mujer madura, soltando con cuidado el brazo de su hija, se aproxima llorando a su nieta que se aferra desesperada al ataúd.

Mientras la abraza y carga con ella en sus brazos, protegida por su cuerpo, le va susurrando palabras dulces y consolándola.

— Miren, cariño mío, tranquila. Ahora hay que dejarle ir. Milo está bien, está descansando. Ven conmigo cielo, tenemos que dejar a los hombres hacer su trabajo —dice mientras coge entre sus brazos a la desesperada niña que no para de llorar mientras esconde la ensortijada cabeza en su pecho, y entre lamentos no para de exclamar palabras sollozantes.

— ¡Quiero que vuelva Milo, quiero volver a jugar con él! ¡No quiero que se vaya como Maya! ¡Maya nunca volvió! ¡No quiero que Milo también se vaya para siempre! ¡Quiero a mis hermanos!

La temblorosa mujer apenas consigue avanzar mientras que los espasmos provocados por su propio llanto le sacuden todo el cuerpo. Los recuerdos se agolpan en su mente; la pequeña Maya y ahora Milo. Entiende la desesperación de su pequeña nieta, apenas tiene seis años y ya le ha tocado sufrir más que a muchos adultos.

De regreso a su casa, después del funeral, la pequeña Miren apenas consigue dejar de llorar ni un solo minuto por más palabras de consuelo, caricias y mimos que recibe. La visión de la bella mansión rodeada de jardines se siente como una losa en el corazón de toda la familia. Ya nunca más escucharan los alegres parloteos y los tenues pasitos de Milo, ese bello bebé de poco más de año y medio que les traía a todos locos y al que adoraban y vigilaban continuamente con mil ojos. El fue la alegría después de la desgracia, un poco de paz y consuelo para sus vidas.

Tras la trágica muerte de su hija Maya, cuando contaba con solo dos años y medio de edad, todos enfocaron sus esfuerzos en que nunca volviese a suceder algo semejante, pero al parecer ninguna de las precauciones que tomaron les sirvieron de nada.

Un par de años antes, su pequeña hija Maya, no saben muy bien cómo, por un descuido, consiguió escaparse de la casa en un frío día de invierno y murió ahogada en la piscina de la casa. 

Miren y ella siempre estaban jugando juntas, las dos se adoraban mutuamente, y Miren vigilaba de continuo a Maya sin que nadie se lo pidiera. Pero ese día Miren se sentía muy cansada, y dejó a Maya en el salón de la casa para irse a su dormitorio a echar la siesta. La señora Dubín había ido a la cocina para sacar un pastel del horno cuando Miren le dijo que se subía a la habitación, y cuando fue al salón unos minutos más tarde, Maya no estaba allí. Pensó que seguramente se habría subido con Miren y fue a buscarla al dormitorio que ambas compartían, pero una somnolienta Miren le dijo que Maya se quedó en el sofá viendo dibujitos en la televisión.

De inmediato bajó a buscarla, y a los pocos minutos, como no la encontraba, avisó a su marido. La pequeña Miren de inmediato se unió a la búsqueda, buscando en los escondrijos que Maya y ella tenían, pero todo fue en vano. 

La buscaron por toda la casa, nunca imaginaron que habría podido salir de ella. La puerta de salida siempre estaba cerrada, por eso tardaron bastante tiempo en darse cuenta que la puerta trasera del lavadero estaba ligeramente entornada, así que cuando la encontraron hundida en la piscina ya era demasiado tarde para salvarla. Maya, según palabras del médico del pueblo, había fallecido bastante rato antes, posiblemente a los pocos minutos de caerse en la piscina; su cuerpo ya estaba rígido y helado.

Desde entonces cualquier precaución era poca para ellos, y mantenían tanto a Milo como a Miren continuamente vigilados, intentando no dejarlos solos ni un minuto. Pero otra vez, por unos minutos de descuido, la tragedia había vuelto a repetirse. 

En esta ocasión, la conclusión a la que llegaron el médico y el comisario del pueblo tras ver las circunstancias como encontraron a Milo, fue que éste, queriendo alcanzar un juguete que alguien había dejado en una balda alta de la estantería, se había subido en una silla. Posiblemente saltara para llegar y poder coger el juguete, y con ese impulso la silla volcó. 

Seguramente, Milo, al sentirse caer, intentó sujetarse de algo y terminó agarrando un tapete que también se encontraba en la estantería. Este tapete tenía en su extremo una pesada figura de bronce de gran tamaño. Al caer, arrastró consigo el tapete y la figura, teniendo la mala fortuna de que esta figura tan pesada le golpease con fuerza en la cabeza, matándolo en el acto.

Un trágico accidente que terminó con la vida del hermoso bebé de poco más de un año, fue su conclusión.

Apenas una semana antes de este suceso, todo era alegría en la mansión, la felicidad irradiaba de todos sus miembros. La señora Dubín había regresado de su última visita al obstetra con una fabulosa noticia.

El bebé de su vientre era una niña, una hermosa niña a la que en la última ecografía ya se le distinguían los rasgos y los bracitos y piernas.

Mientras lo decía, miraba enternecida a Miren, su bella y dulce hija mayor. Sabía lo que ésta todavía echaba de menos a su hermanita Maya, y se emocionaba ante el pensamiento de que por fin tendría esa hermanita que tanto anhelaría tras haber perdido a Maya. Mientras la observaba con una ligera sonrisa en su rostro, no se perdía ni un ápice de la reacción de Miren, que fue tal y como ella suponía.

Enseguida, Miren, totalmente emocionada pidió la ecografía para hacerse fotos con ella. Quería una bien clara, una de su cara y la ecografía al lado, como si ya estuviera su hermanita a su vera. Lágrimas de emoción salían de sus ojos, mientras decía: ¡Una hermanita! ¡Una hermanita!

También se hizo fotos con Milo y la ecografía. A distancia se percibía su felicidad.

— ¡Es la primera foto de los tres juntos, Milo! —le decía Miren emocionada a su pequeño hermano que no se enteraba muy bien de lo que pasaba.

Pasaron bastante rato discutiendo posibles nombres, hasta que decidieron que la nueva bebé se llamaría Mara, un guiño en honor a su pequeña Maya, fallecida dos años antes. Miren se lo propuso a sus padres, y éstos de inmediato aceptaron, les pareció una buena manera de por fin sanar sus corazones heridos.

Y ahora todo era desolación y tristeza; hasta el tiempo, tan radiante el día anterior antes del trágico suceso que acabó con la vida de Milo, parecía acompañarles, con negros nubarrones que anunciaban una gran tormenta.

Después de acostar a la pequeña Miren, quien, a sus seis años, había quedado completamente rendida tras los recientes acontecimientos y tanto llorar, el señor Dubín acompañó a su esposa al dormitorio para que pudiera descansar un rato. Luego, él acompañaría a su suegra hasta su casa para que recogiera algunas de sus pertenencias y pudiera quedarse unos días con ellos.

Acostada en la cama, mientras escuchaba cómo una fina lluvia comenzaba a golpear los cristales, la señora Dubín permanecía agotada mientras las lágrimas surcaban su rostro y nublaban su visión. Sobresaliendo sobre el ruido de las gotas le pareció escuchar otro, y centró su atención. Aguzando el oído, escuchó el llanto estremecedor y los gritos de la pequeña Miren en la planta de abajo.

Rápidamente se levantó y se dirigió hacia las escaleras que bajaban al vestíbulo. A Miren le daban miedo las tormentas. Desde lo alto, escuchó angustiada los gritos y lamentos de la niña, que resonaban en la planta baja, amplificados por la gran altura del vestíbulo, que superaba los cinco metros. Mientras se acercaba, no pudo evitar pensar, con cansancio, en el sinfín de escaleras que debía bajar.

En cuanto llegó al primer escalón se dispuso a bajar agarrándose a la barandilla del lado derecho, pero cuando apenas había conseguido bajar dos peldaños su pie tropezó con algo. Quiso agarrarse más fuerte a la barandilla, que apenas rozaban sus dedos, para no caerse. Sin embargo, en cuanto su mano se cerró sobre la barandilla, sintió como ésta resbalaba en la pulida madera, haciéndola perder totalmente el equilibrio y provocando que cayera hacia delante dirigiéndose al inicio de las escaleras.

Con angustia sintió cómo caía, cómo rebotaba golpeándose el vientre con cada uno de los escalones a pesar de intentar cubrirse con los brazos para así proteger al pequeño bebé que llevaba dentro, sintiendo cómo cada golpe le producía un gran dolor.

Ya tirada sobre el suelo del piso inferior, al pie de la escalera, mientras sentía cómo un líquido caliente le escurría entre las piernas y fuertes contracciones endurecían su abdomen, dirigió su dolorida mirada a su alrededor, buscando a Miren. Pero Miren no estaba por allí, y tampoco la escuchaba.

Intentó levantarse, poniendo todo su esfuerzo en ello, pero las piernas le temblaban y no la sostenían. Observó cómo un gran charco de sangre se iba formando a su alrededor, en su falda, mientras las contracciones se agudizaban.

— ¡Miren, Miren!

Pero nada, no había respuesta.

— ¡Miren! ¡Miren! —Gritó con voz más alta, angustiada.

En ese momento fue cuando tomó conciencia de que estaban las dos solas en la casa. Rogó para que Miren la escuchara y acudiese hasta donde estaba.

Después de unos angustiosos minutos, que a ella le parecieron horas, vio cómo aparecía en lo alto de la escalera una Miren con cara adormilada y rizos desordenados.

— ¡Mamá! ¡Mamaaa! ¿Dónde estás?

— Miren, abajo. ¡Baja, corre! ¡Pero ten cuidado con las escaleras! —le gritó mientras sentía cómo las contracciones y dolores aumentaban, y cómo un gran chorro de sangre escapaba de su interior.

Miren bajó rápidamente, quedándose paralizada ante la vista de su madre.

— ¡Mamaa! ¡Mamaa! ¡Mamá, qué te pasa! —dijo con un lamento mientras comenzaba a llorar y temblar.

— Miren, busca el teléfono móvil, tiene que estar en el salón, hay que llamar a tu padre. 

— ¡Miren, escuchame, reacciona! —dijo observando a la paralizada niña que la observaba con los ojos muy abiertos, con cara de terror.

Tardó unos largos minutos en hacer que Miren reaccionara, pero más largo se le hizo el tiempo que tardó en regresar con el teléfono en la mano.

— Dame, Miren, dame.

Pero Miren la observaba todavía lejos, sin atreverse a acercarse demasiado, aterrorizada.

— ¡Mamá, es sangre! ¡Hay mucha sangre! ¡Mamá! ¡Qué pasa! ¡No quiero que tú también te mueras! —gritó Miren. Las lágrimas surcaban su rostro, mientras los temblores descontrolados sacudían su cuerpo, haciendo que el teléfono que sostenía en su mano se le resbalara y cayera con un fuerte golpe al suelo, separándose en dos partes.

La señora Dubín, contemplando con angustia el inservible teléfono, observa a la temblorosa Miren.

— Miren, tranquila, estoy bien, pero no puedo moverme, necesito tu ayuda.

— Miren, por favor, escúchame. Vete a la cocina y tráeme el teléfono inalámbrico que está en la encimera.

— ¡Vamos Miren, no pierdas tiempo! —dice mientras se le nubla la vista contemplando a su hija inmóvil sin poder todavía reaccionar.

Suspira cuando ve a Miren reaccionar y alejarse. Y de nuevo los minutos se le hacen eternos, entre dolorosas contracciones, hasta que la ve regresar de nuevo.

— Toma mami —dice Miren mientras le entrega el teléfono.

Su alegría se vuelve de inmediato desesperación cuando al escuchar el teléfono percibe que éste no tiene línea.

— ¡No funciona! ¡No funciona! —se lamenta angustiada mientras las lágrimas se acumulan en sus ojos.

— No lo entiendo mami. Estaba enchufado. Yo lo he desenchufado —dice Miren mientras le muestra en su mano la parte fija del terminal con el cable de línea colgando y agitándose en el aire.

— Miren —solloza la señora Dubín—, tienes que volver a la cocina y enchufar eso de nuevo de donde lo quitaste. ¡Corre! ¡Enchúfalo de nuevo! —dice a la angustiada niña que la contempla desde una distancia prudencial.

Escucha cómo los pasos de Miren se alejan de nuevo lentamente. El tiempo pasa, pero se le hace eterno.

— ¡Miren! —exclama tras un angustioso rato de silencio sepulcral.

— ¡Mamá, no puedo! ¡No sé cómo se enchufa! —suena la voz de una angustiada y llorosa Miren.

— ¡Aprieta la clavija y enchufa, Miren!

Unos minutos más tarde escucha una caída y unos fuertes sollozos de Miren.

— ¡Mamá! ¡Me he caído! ¡Se me ha volcado la silla! ¡Me he hecho daño en la rodilla! —escucha cómo solloza Miren.

— ¡Miren, ven! ¡Miren! —dice mientras intenta levantarse.

Siente cómo con el esfuerzo las contracciones aumentan y la sangre comienza a manar de nuevo.

Mientras se siente desfallecer, escucha cómo la puerta de la mansión se abre y el grito aterrorizado de Miren.

— ¡Papá! ¡Abuela!

En la silenciosa sala de espera del hospital comarcal, su abuela abraza a una angustiada y llorosa Miren que no cesa de lamentarse mientras esperan los informes médicos.

— Abuela, no les pasará nada a mi mamá y a mi hermanita, ¿verdad? — solloza mientras tiembla.

No tardan demasiado en tener noticias. La señora Dubín está fuera de peligro, aunque tendrá que quedarse unos días hospitalizada; pero la bebé no ha sobrevivido.

Miren escucha a su abuela que le da la información con cuidado, haciendo hincapié en que su mamá está bien, pero las lágrimas de la pequeña al saber que su hermanita no sobrevivió son angustiosas, le parten el corazón.

Ambas se dirigen de vuelta a la mansión, mientras la abuela con ternura reconforta a Miren hasta que consigue que ésta se calme, y después la vela a los pies de la cama hasta que le parece que se queda dormida.

No obstante,  un rato más tarde, Miren se levanta sigilosamente. Tras asomarse con cautela y comprobar que su abuela duerme, se dirige a la escalera con un trapo en la mano, y en la penumbra que dan las luces encendidas en el vestíbulo, distingue el gran charco de sangre que su madre ha dejado tras su caída, pero que nadie ha limpiado todavía.

Con el trapo, limpia cuidadosamente la barandilla derecha y la parte de los escalones más próxima a ésta. Luego, deposita un pequeño coche de juguete de Milo que lleva en su mano en el segundo escalón y, tras pisarlo con fuerza,  le da un fuerte aventón hacia abajo de las escaleras.

Sigilosamente, regresa a su habitación, y tras sacar el cajón inferior de su cómoda rosada, coge una caja que se encuentra en el suelo, ocupando el espacio restante hasta el fondo del cajón.

Seguidamente, Miren coloca la caja en el suelo y la abre mientras una gran sonrisa se refleja en su rostro.

Con deleite, saca de la caja un rotulador rojo y unas fotografías que esparce sobre el suelo, guardando en una de las esquinas de la caja un trapo lleno de manchas grasientas.

Observa con atención la primera de las fotografías que ha colocado delante de ella.

Es una fotografía de Maya y de ella tomada unos días antes de que Maya falleciera. Sonríe mientras contempla la cara de Maya tachada con rotulador rojo. No fue difícil. Maya la seguía allí donde ella fuese. Así que se la llevó de la mano y la empujó a la piscina, para volver de inmediato a su habitación y hacerse la dormida.

Odiaba a Maya. Hasta que Maya llegó, ella era la niña mimada de toda su familia. Después, todos contemplaban a Maya diciendo lo preciosa y linda que era. Y todavía fue peor cuando su madre decidió que compartieran su habitación. ¡Sí, su habitación! ¡Donde ella tenía todos sus juguetes!

Maya enseguida empezó a tocarlo todo y la perseguía por todas partes. Como era pequeña, se caía con frecuencia y lloraba, haciendo que todos corrieran a consolarla, olvidándose por completo de Miren, la que había sido la princesita de sus papás y de sus abuelos desde el día en que nació.  

Con el rotulador rojo vuelve a tachar furiosa la cara de Maya en la fotografía, hasta que por fin deja el rotulador y guarda la foto al fondo de la caja, cogiendo  la siguiente fotografía.

En ella aparecen Milo y ella. Esa misma tarde, mientras todos pensaban que se había dormido, se levantó y, con el rotulador rojo en mano, tachó también a Milo.

Lo tenía todo planeado para cuando llegara la oportunidad. En un momento en el que sus padres no estaban cerca, hizo subir a la silla a Milo. Luego le pidió que cogiera el tapete, y entonces volcó la silla. Después, cuando Milo ya estaba en el suelo, le dio en la cabeza bien fuerte con la figura. La tiró con fuerza extendiendo sus brazos, como le habían enseñado en el colegio cuando jugaba al voley. Pesaba mucho, pero fue rápida, y Milo no tuvo tiempo ni de llorar. El sonido fue el mismo que escuchaba cuando aplastaba con una piedra las cabezas de los pajaritos recién nacidos que caían del nido y ella encontraba en el jardín.

Colocando la fotografía sobre la otra con satisfacción, se apresura a coger en su mano la siguiente.

Esta es de hace una semana. En esta fotografía, se la ve a ella muy sonriente sosteniendo la última ecografía que se hizo su madre. Con cierto orgullo, tacha frenéticamente con el rotulador rojo la ecografía.

En algún momento tuvo sus dudas de si su plan le saldría bien. Pero no quería esperar más. Estaba segura de que cuando la nueva bebé naciera seguramente tendría muy pocas oportunidades. Y no podría soportar que fuese una niña tan preciosa como era Maya.

Si su plan no salía bien, ya tenía planeado cómo acabar después con ella. Pero tendría que ser rápido, nada más nacer. Seguramente su madre volvería a utilizar “su” toquilla. Esa toquilla rosa que su madre tejió para ella con bonitos lazos y que tanto le gustaba, sobre la que Maya siempre vomitaba. De tanto lavarla había perdido un poco de color.

En cuanto Maya falleció, ella la cogió y la guardó en uno de los cajones de su cómoda. Su madre se la dejó, creyendo que quería tener un recuerdo de Maya. Pero no era así. ¡¡Era “su” toquilla!!

Y con esa toquilla pensaba acabar con su hermanita. La ahorcaría con uno de los lazos, retorciéndolo alrededor de su cuello, como les hacía a los pajaritos con las cuerdas. Nadie sospecharía de ella. Un lazo enredado varias vueltas en su cuello y en la barandilla de la cuna.

Pero todo le había salido bien. Su madre, hace poco, se había hecho daño en el brazo izquierdo, y desde que el embarazo había avanzado siempre bajaba agarrándose a la barandilla del lado derecho para evitar las caídas.

Fue coser y cantar. Embadurno bien la barandilla y la parte de los extremos de los escalones más cercanos a la barandilla con la grasa que utilizaba su madre para limpiar las botas, y después se puso a gritar y llorar abajo, en el vestíbulo. Sabía que su madre iría de inmediato. Y todo sucedió como ella esperaba. Se asustó un poco al ver a su madre cubierta de sangre, pero siguió con su plan. 

En ese plan, perder tiempo era primordial para que ese asqueroso bebé, que encima era una niña, muriera. Y lo hizo muy bien, sin darle la oportunidad a su madre para llamar a nadie a tiempo de salvar a la odiosa bebé.

Además, está segura de que nadie le echará la culpa, todo fue culpa de un juguete que Milo dejó olvidado en la escalera antes de morir. No sospecharán de ella. Toda la culpa la tendrá Milo, y no querrán hablar de ello ni dar vueltas al tema. Por un descuido de Milo, había muerto la nueva bebé.

A ella la compadecerán y la mimarán. Intentarán distraerla y le darán todo lo que quiera, tal como sucedió la vez anterior tras la muerte de Maya.

Por suerte, su madre se recuperará. Tuvo miedo al verla sangrar tanto. Si hay un nuevo bebé esperará hasta que nazca, no quiere perder a su querida madre que tanto la ama y le dice que es lo mejor de su vida. Se enfadó un poco con ella cuando, después de nacer Maya, decía que las dos eran lo mejor de su vida, pero ya la ha perdonado. Ya ha solucionado ese tema, ella siempre será lo mejor de su vida. Ella y “solamente” ella.

— Todo ha terminado como yo quería —piensa con satisfacción—. No estaba dispuesta a compartir el amor de mis padres y de mis abuelos con nadie más.

Con una sonrisa, coloca la fotografía sobre las dos anteriores. Luego, cierra la caja y la guarda en su escondite. Vuelve a su cama, se acuesta y, con una gran sonrisa, piensa en lo orgullosos que se sentirían sus padres si supieran lo lista que es. Sabe que están muy orgullosos de su alto coeficiente intelectual, que supera con creces al de todos los niños de su edad, en bastantes años le han dicho. Pero esto jamás podrá contárselo. Aunque quizás debería decírselo, para que dejen de insistir en darle más hermanitos, porque con todos ellos pasará lo mismo: ella nunca tendrá competencia.

— Quizás cuando ya sea mayor se lo diga… —piensa mientras satisfecha cierra los ojos para dormirse.